Siempre aparenté que no me daba vergüenza que vieran mis
zapatos rotos, mi uniforme viejo y que nunca tenía dinero para las golosinas a
la hora del recreo. Intentaba emparejar la balanza a mi manera, mis compañeros aprendieron
que la mejor forma de ganar mi ayuda en los estudios era con chucherías. En mi
tiempo libre leía mis libros de texto y machacaba con preguntas a mi hermana
mayor cuando algo era confuso, para adelantarme y sentirme segura. Mis padres
eran ajenos a estas ideas, nunca recibí presión o motivación hacia mis estudios
y nunca fui alabada al conseguir un diploma o mostrarles mi boleta, pero no me
sentía mal, cumplía con lo que se esperaba de mí.
Leer ya era un hábito arraigado, aunque en casa nadie
invertía en libros o lo hacían en libros inadecuados para una niña. Recuerdo
haber leído “A calzón amarrado” de Irma Serrano, “Así hablaba Zaratustra” de Nietzsche,
libros sobre el zodíaco, un manual de homeopatía y muchísimas revistas de ocio:
“Sensacional de vaqueros”, “Revista policiaca”, “El libro sentimental” y mi
favorita “Joyas de la literatura” ya que en la portada decía que estaba basado
en los clásicos, eso era lo más cercano a un libro de verdad.
Nos mudaban de casa cada año, de la ciudad a un pueblo
cercano, en una casa que mi padre adoraba, por ser el maestro del
fraccionamiento que el gobierno construía para los campesinos.
¡Odiaba vivir en el pueblo! Mi promedio bajaba, estaba lejos
de mis hermanas que vivían aparte y sentía que no entendía al maestro ni a mis
compañeros.
Hasta que llegué a sexto año, los grupos de quinto se fusionaron
en un solo sexto y no hubo cupo para mí. El maestro era nuevo y al ver mis
mediocres calificaciones no le interesó aceptarme, sin importar que mis excompañeros,
incluso algunos maestros, le insistieran. Mi madre -sin preocuparse demasiado- me
acomodó en la escuela vespertina del mismo edificio.
Estuve 3 días en esa escuela.
Me recibió una amorosa maestra, mis ex maestros le hablaron
bien de mí y esperaba un desempeño excelente de mi parte, me motivó. En el grupo
había varios excompañeros (los desechados por mala conducta o malas calificaciones),
al vernos nos saludamos con gusto. En fin, fue un buen inicio.
El segundo día mi maestra se presentó enferma, con
frecuencia se retiraba a la Dirección. Los compañeros empezaron a hacer relajo,
yo observaba con desconfianza, nunca fui buena para pelear y algunos me daban
miedo. Dos que eran muy violentas empezaron a discutir por algo, parecía un
juego de manos, pero fue subiendo de tono, sentí mis ojos abrirse como platos
cuando vi el grueso mechón de cabello de la más bajita caer y rodar por el salón
como planta del desierto. Preocupada se lo conté a mi madre y respondió:
No des motivo y no dejes que te peguen.
El tercer día un malestar estomacal me tuvo en cama, tomando
tés y corriendo al baño. Por la tarde, un poco aliviada fui con mi madre, quien
veía la telenovela y tomaba café en casa de la vecina. Cuando llegué pasó uno
de mis compañeros, iba a mi casa con un recado de la maestra para mí mamá:
“Señora, Favor de cuidar la sistencia de su
hija, se va a trazar” mi mamá miro el recado con una expresión de
profundo enojo:
– ¡Ve nomás! ¡Esta
maestra que bárbaro, está bien "burrota"!
Entonces oí las palabras más bellas de mi vida:
– ¡No vas a volver a esa escuela!
Mi madre respondió muy pocas de mis dudas académicas, pero en tres días me enseñó algunas de las lecciones más importantes para mi vida.
Memoria del IV Encuentro Estatal de Cuento “Edmundo
Valadés”
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