Sólo ella se veía genuinamente feliz, preocupada de
que todos comieran. Caminaba por la casa acariciando a los niños, dejándose
abrazar y dando consejos a diestra y siniestra.
Paraban la charla que mantenían en la cocina cuando se
acercaba, no querían preocuparla con incidentes de sus familias y pensaban que
ella no notaba sus gestos cansados y un poco amargados.
Afortunadamente, en cada familia hay alguien que pone
ambiente, no faltaba el nieto que la sacara a bailar, y ella bailaba, ¡Como de
que no! Era su mero mole, hasta hacía un par de años aguantaba toda la noche
bailando banda, pero desde que su corazón se quejó y la mantuvo en cama un mes
se había vuelto prudente, bailaba muy suavecito, por breves momentos, solo para
sentir que su alegría seguía viva en el espíritu de los más jóvenes.
Otra cosa que echábamos de menos eran sus tamales, ya
no podía hacer nada sin ayuda y prefería no molestarnos. Todos la miramos con
ojos resplandecientes cuando empezó a hacer buñuelos, sonreía orgullosamente
mientras amasaba. Sus movimientos eran cuidadosos, concentrada en su labor, parecía
sentir un leve dolor al aferrar el bolillo, luego, empezó a dorar las finas ruedas de
masa, que posteriormente depositaba en
una caja de cartón. Ah, cuantos años hacía que no veíamos un cartón de
buñuelos. Su carita se veía llena de alegre anticipación.
Uno de los sobrinos agarró uno, recibiendo un cariñoso
regaño, lo mordió y casi al mismo tiempo lo escupió, con un gesto de profundo
asco y gritó: ¡Abuela! ¿Qué les echaste?
Ella lo miraba azorada, tomo un trozo del buñuelo y lo probó, su cara
reflejó desagrado, tristeza y decepción mientras dijo -sabe a insecticida.
Varios lo probamos para corroborar sus palabras, sintiendo más que nada tristeza
por todo su esfuerzo desperdiciado.
Nunca supimos cómo se contaminó la mezcla, ella dejo
su labor, se lavó las manos y de repente
dijo – Ya no sirvo para nada, mejor me voy a dormir. De inmediato la
atraje hacía mí, la abracé muy fuerte, le dije que no podía dormirse sin bailar
conmigo y los demás también trataron de consolarla, bromearon, la abrazaron y
definitivamente pararon de quejarse. Me prometí que el próximo año haría los
buñuelos, es más, haría hasta tamales para ella por primera vez.
Ese día no ha llegado, la siguiente navidad fue muy
difícil, sobró comida, logramos ponernos de acuerdo sobre donde reunirnos
después de meses de incertidumbre y al final íbamos llegando como polluelos
asustados, abrazándonos más fuerte que nunca. Ya nadie nos regaña por no comer,
nadie pone las viejas cortinas navideñas y nadie pasa en vela la nochebuena
sólo para asegurarse de que todos alcanzamos un lugar para dormir.
No sé si algún día cumpla la promesa y alimente a mi
familia con esos manjares navideños, pero estoy segura de que el sabor más
delicioso es el del amor, el abrazo más puro, el de nuestra madre y la tristeza
más grande pasar la primera navidad sin ella.
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