En marzo del 2015 decidí
ser rubia. Visite a mi hermana Josefina un lunes por la tarde. Mi intención era
ir a echar el ojo al tianguis de su
colonia, Villa Bonita, más que nada por unos tacos que me gustan mucho y en
segundo lugar porque he tenido la suerte de conseguir buenos libros usados.
Cuando llegué estaba mi
sobrina Grecia solita, mi linda sobrina me ofreció un rico café y platicamos
muy a gusto. De repente me dijo: Tía, ¿quiere que le haga unas mechas? Me
sorprendió su propuesta, pero pensé, ¿por qué no? A fin de cuentas, el pelo
vuelve a crecer y ya no hay nadie a quien le moleste si me lo modifico.
En mi familia el cabello
es muy importante. Mi Madre tenía mil historias al respecto y mi papá estaba en
contra de que usáramos el pelo corto. Por fortuna tuve siempre una buena
cabellera. Mi ex esposo me dijo que me escogió por mi cabello, que era lo que
más le gustaba de mí. Por eso, cuando nos separamos me lo corté hasta los
hombros, una acción que me hacía sentir desnuda y desprotegida, sensación que
combinaba con mi estado de ánimo.
Tercamente mantuve ese
largo de melena, experimente con diversos tonos de cabello, negro, rubio y
pelirrojo. Ahora pienso que estos cambios tenían más que ver con mi búsqueda de
identidad, que con la vanidad. Después de nueve años de vivir en Nogales,
Sonora y cuatro de haberme separado, me di por vencida y retorné a Ciudad
Obregón.
Ya me sentía más a gusto
conmigo misma, sentía que había madurado. Pero para mi familia no era así, era
la hija chiquita y constantemente trataban de dirigir mi vida. Contradecían mis
decisiones en todos los aspectos, sobre todo las referentes a la crianza de mis
hijos. Era sofocante haber vuelto al seno familiar.
Afortunadamente conseguí
un empleo, en la primera semana de pago fui a una estética y le pedí a la
estilista que me cortara el pelo lo más corto que pudiera. Salí ligera pero
arrepentida, con miedo al enojo de mi mamá, pero decidida a demostrar que ya
era una señora, no una niña.
Dure un año viviendo con
mi mamá en Pueblo Yaqui, después me fui a vivir con mi hermana Anabell y su
familia. Mi cabello crecía muy lentamente, tan lento, que parecía que haber
hecho enojar a mi Madre lo había maldecido. Mi personalidad y mi cabello
crecieron juntos. Después he usado el cabello largo, pero por gusto propio.
En el año 2014 murió mi
Madre. De repente muchas cosas dejaron de tener sentido y fue cuando Grecia me
preguntó por un tinte. En mayo del 2015 conocí el amor y el amor dejó un poema
que hablaba de mis cabellos y el sol de Monterrey. Cuando perdí ese amor un
manto castaño oscuro arropó mi tristeza.
Con el tiempo he
entendido algunas cosas, mi personalidad es más que mi apariencia. Un cambio de
imagen es más efectivo cuando inicia de dentro hacia fuera y sobre todo, que el
miedo a las críticas no nos permite avanzar, pero el no escucharlas no nos
permite crecer.
Ahora tengo 45 años y el
tiempo me va dejando un tono imparcial. Durante la última cena de Navidad anime
a mi hermana a que me hiciera las alitas
de Farrah Fawcett. Un desastre total. Al otro día me reí mucho, también se
rieron de mí, así es la vida. En diciembre se casa una sobrina y para festejar
ese gozoso día tengo pensado ser pelirroja.
Ese día (como siempre que
hago algo con mi cabello) escucharé las palabras de mi Madre:
“No te hagas nada, es lo
único bonito que tienes.”